Al inicio de la presente legislatura, la entonces ministra de Política Territorial y Función Pública del Gobierno de España, Carolina Darias, anunció una nueva Ley del Empleo Público en la que se revisarían los criterios de acceso y se pondrían en marcha planes de atracción del talento.
El envejecimiento y la falta de relevo de los funcionarios y la necesidad de seguir prestando servicios públicos en situaciones de excepcionalidad pone de manifiesto la insuficiencia de profesionales en distintos ámbitos, como el sanitario o el educativo. Se trata de una realidad que nos obliga a replantearnos un sistema de selección de empleados públicos que cuenta ya con casi dos siglos de vigencia ininterrumpida.
El sueño español
La cultura estadounidense está, desde el siglo XIX, plagada de referencias al sueño americano. Se trata, en esencia, de la oportunidad de tener una vida mejor, seamos quienes seamos y vengamos de donde vengamos. Un ideal bajo el que han nacido y crecido muchas generaciones, que está en los discursos de Abraham Lincoln y Martin Luther King, en la obra de John Steinbeck y en las canciones de Bruce Springsteen.
El sueño americano es igualdad, prosperidad y democracia. También desde el siglo XIX la oposición ha venido siendo en España la oportunidad de tener una vida mejor, seamos quienes seamos y vengamos de donde vengamos. Así, ser funcionario se ha convertido, para muchos, en el sueño español.
Como ocurre en el caso del sueño americano, el sueño español ha ido evolucionando. En su historia hay discursos, como el liberal Bravo Murillo que la instauró generalizadamente –aunque no por primera vez– desde el Real Decreto de 1852.
También hay múltiples referencias culturales. Literarias, como la de los cesantes de las novelas de Pérez Galdós que lucharon por conservar su puesto de trabajo más allá de quien gobernase en cada momento. También cinematográficas, como la del Amadeo interpretado por Pepe Isbert que, en “El Verdugo”, de Luis García Berlanga, aspiraba a que le fuera concedido un piso por su condición de funcionario.
Durante décadas, la oposición nos ha igualado. Todos los aspirantes a un determinado puesto de trabajo deben superar el mismo examen. La oposición es una garantía de que se selecciona a los capaces y de que, con independencia de quién nos gobierne, un grupo de mujeres y hombres suficientemente formados dicta sentencias, pone multas, nos opera o nos enseña. Pero, a su vez, es una garantía de que esas decisiones se toman desde la independencia del poder político.
También nos ha dado la oportunidad de prosperar. Todo aquel que cumpla con los requisitos exigidos para ocupar un determinado puesto de trabajo puede presentarse a las pruebas para convertirse en funcionario. Ello ha supuesto, para generaciones de españoles, durante décadas, un ascensor social sin el que sería difícil entender la creación de la clase media española en la década de los sesenta.
Además, ha mejorado la democracia. No puede compararse un periodo democrático con otro que no lo es, ni las oposiciones a inspector de hacienda con las de un pequeño municipio. Sin embargo, más allá de las anomalías que nos podamos encontrar, la oposición, con sus luces y sus sombras, ha venido a convertir en funcionario a quien se esfuerza, como norma general. Ha permitido que una democracia de clases medias emerja del franquismo y que esa misma democracia se asiente y se extienda desde la aprobación de la Constitución.
De sueño a pesadilla
No obstante, la oposición, tal y como está configurada en España, no es el sistema de selección en otros países de nuestro entorno. Examinar la realidad de la oposición puede llevarnos a pensar que es un mecanismo obsoleto y que, a medida que ha pasado el tiempo, ha perdido la capacidad de garantizar la igualdad de oportunidades y captar a los mejores.
Hacer una oposición no es fácil, ni sencillo, ni barato. Más allá de los años de formación previa, que varían en función de la plaza, la oposición exige de meses a años de un estudio intenso, repetitivo e ininterrumpido. Difícilmente podremos combinar el estudio de una oposición con un trabajo remunerado.
Pero a la dificultad económica, traducida en muchos casos en una carga familiar, se unen otros problemas de índole psicológico. Por una parte, la frustración generada por cambios de temarios y aumentos o disminuciones muchas veces incomprensibles del número de plazas disponibles. Por otra parte, la renuncia a distintas parcelas de la vida personal congeladas ante la falta de tiempo y dinero y el exceso de incertidumbre.
La oposición es una prueba con un carácter excesivamente memorístico. Se exige básicamente saberse de memoria una serie de temas y de tener la capacidad de resumirlos por escrito u oralmente ante un tribunal examinador en un plazo de tiempo limitado. A este requisito se añaden otros complementarios. Algunos están orientados a puestos de trabajos muy concretos, como la realización de pruebas físicas o la resolución de un caso práctico. Otros añaden un componente de subjetividad que no contribuye a mejorar la percepción que se tiene de la prueba, como la realización de entrevistas o test psicotécnicos.
La necesidad de repensar la forma de seleccionar empleados públicos
Aunque la oposición ha igualado a los españoles durante décadas, les ha dado la oportunidad de prosperar y ha contribuido a asentar las bases de la democracia de la que hoy disfrutamos, parece que ha llegado la hora de repensarla. Pero cuidado. Cambiar la forma de seleccionar empleados públicos no es en absoluto una cuestión sencilla. Es algo que debe hacerse teniendo clara la idiosincrasia del país y que importar métodos foráneos sin suficiente reflexión puede ser muy contraproducente.
No obstante, la realidad a la que nos enfrentamos y los años que están por llegar obligan a abrir un debate en torno a algunas cuestiones esenciales:
Si queremos que la oposición sea una oportunidad y no un trauma, es necesario que los opositores dejen de ser maltratados. Es necesario aprobar un Estatuto del Opositor, una norma que reconozca el singular estatus que tienen quienes quieren acceder al empleo público.
El reconocimiento del derecho a que los temarios no cambien injustificadamente poco antes de la realización de las pruebas, al acceso a las bibliotecas de las Universidades Públicas o a la asistencia durante el proceso de formación, entre otros, contribuirían decisivamente a aliviar la carga de muchas personas.
Si queremos seleccionar a los más capaces, es necesario que las pruebas dejen de ser de carácter memorístico en un porcentaje tan elevado. Países como Bélgica, Canadá o Irlanda realizan pruebas de acceso que priman aspectos como la capacidad de discriminar tareas en función de su importancia, de reaccionar ante distintas situaciones en determinados entornos o de razonamiento abstracto.
En estos procesos de selección, la utilización de las nuevas tecnologías juega un papel crucial. En otros, como el Reino Unido, las universidades colaboran activamente en la preselección y formación de quienes demuestran una vocación temprana por el servicio público. No se trata de importar sin la suficiente reflexión previa ninguno de estos mecanismos, pero sí de analizarlos y tenerlos presentes en una reflexión imprescindible.
Por último, si queremos que esta sea una realidad permanente y en mejora continua, necesitamos reforzar la capacidad e independencia de quien se encargue de la selección. Ni las escuelas de administración pública autonómicas ni el Instituto Nacional de Administración Pública juegan un papel comparable al de los organismos independientes dedicados al empleo público, que existen en países como Francia o Estados Unidos. Mejorar las pruebas de acceso con independencia del lugar en que se realicen y evitar toda duda sobre su transparencia es imprescindible.
🔗 Tomado de theconversation.com